Opinión / Noticias
Por: Eglims Peñuela Lovera
Durante ese fin de semana estuve de visita en la casa materna, en uno de esos encuentros necesarios para recargar energías cuando se vive/lucha lejos de la familia. Para la hora de la cadena estaba en la misma habitación donde crecí escuchando sus lecciones, reflexiones; una vez más con mi mamá a un lado, tertuliando. Era una inmensa alegría verle, después de tan pocas apariciones en los últimos meses.
Con la entereza que le caracteriza, él había iniciado haciendo chistes, sonriendo, dando muestras de afecto y felicitación. Bastaba conocerle un poco para saber que era el preludio de un anuncio importante. Pensé en algún cambio en el gabinete, pensé que se trataba de las cercanas elecciones regionales. No pensé en todo aquello en lo que no quería pensar. Pero como tantas otras veces, él decidió mostrarnos los caminos de la verdad.
Después de todo este tiempo entendí que no había venido desde La Habana para darnos orientaciones de continuidad. Él vino a pronunciar lo impronunciable. Él nos preparó para el peor escenario, la despedida; y «la posibilidad real del hecho nos golpeó a todos», como describiera el Che en similares circunstancias.
Cuestioné sus palabras. Atea, me aferré a cada milagro que él enumeraba. Un diluvio se instaló en mi pecho, y mi corazón latía ya en un palpitar colectivo que aligeraba la carga.
Vinieron días muy duros, como no.
A cada parte médico temblaba esta tierra, como tembló Santa Inés en el largo corrío.
La sombra cantaba victoria, pero Florentino indomable la emboscó de amanecer.
Cada mañana Hugo vence la oscurana en un pueblo que se levanta con su rostro, el rostro de un hombre que dio su vida para derrotar a la muerte.
«En compases de silencio
negro bongo que echa a andar.
¡Salud, señores! El alba
bebiendo en el paso real«
Alberto Arvelo Torrealba.